San Damián de Molokai: un misionero entre leprosos

San Damián de Molokai: un misionero entre leprosos

  • On 10 de mayo de 2023

Tal vez hayas oído hablar de las islas Hawái por sus maravillosas playas. Pero entre esas islas hay una, la de Molokái, que no es tan hermosa como las vecinas. Sus pobladores la llamaban “la tierra de los precipicios”, porque las convulsiones de sus volcanes la habían dejado llena de cráteres. En el siglo XIX, el gobierno abandonaba allí a los enfermos de lepra sin ofrecerles ningún tipo de cuidado.

La lepra fue durante mucho tiempo la más terrible enfermedad. En el Evangelio se habla en varias ocasiones de los leprosos; también en la época de Jesús estos enfermos eran tratados como “apestados”, y nadie quería acercarse a ellos por miedo al contagio. Nadie, salvo Jesús, claro, que en más de una ocasión los curó milagrosamente. El padre Damián, que fue un fiel seguidor de Jesús, le imitó sobre todo en ese amor a los leprosos.

Damián, el “grandote Jef”, como le llamaba cariñosamente su familia, llegó a Hawái en 1864. Acabó en Molokai porque allí hacía falta un sacerdote que se atreviera a vivir entre los leprosos. Eran personas tan importantes como las demás y necesitaban ser queridas, igual que nos pasa a todos. Los superiores de su congregación no se atrevían a enviar allí a ningún misionero, porque eso significaba que, el que fuera, podría acabar siendo leproso también, ya que la lepra era todavía una enfermedad muy contagiosa y prácticamente incurable. Sin embargo, el padre Damián que tenía un corazón más grande que cualquier miedo se ofreció para ir voluntariamente.

Cuando el misionero llegó a esa isla, los leprosos llevaban 10 años sin ver a un sacerdote y vivían como salvajes. Al entrar en Molokai había un cartel que ponía “Aole kanawai reia vahi” (“en este lugar no existe la ley”). Había tanto trabajo que el padre Damián tuvo que hacer de todo: fue médico, constructor, padre…, lo que hiciera falta por sus queridos leprosos. Les construyó casitas, les animó a cultivar patatas, edificó pequeñas iglesias donde reunirse a rezar, mejoró el hospital, creó dos hogares para niños y niñas abandonados… Incluso fue él quien construyó el cementerio para enterrar dignamente a los enfermos que iban muriendo.

La isla, que en otro tiempo había sido tan fea, se iba convirtiendo -gracias al padre Damián- en un sitio agradable, mientras a él le pasó justo lo contrario. Era difícil imaginar que hubiera medido 1,72 metros y pesado 92 kilos, que hubiera tenido un pelo negro y abundante y una voz clara y potente, que hubiera sido un buen jinete y escalador…, porque la enfermedad lo fue desfigurando progresivamente. Pero él, lejos de entristecerse, consideraba la lepra una condecoración mayor que la que recibió del rey de Hawái, cuando le nombró caballero comendador de la Orden Real de Kalaupapa.

Todas las dificultades que atravesó por los leprosos eran para él muy llevadores, porque los quería mucho. ¿Sabes qué fue lo que más le costó en los años que estuvo aislado en Molokái? No tener un sacerdote cerca para poder confesarse con frecuencia. Así son los santos.

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