La Jornada de Vocaciones Nativas es un día especialmente dedicado a la oración y la cooperación con los jóvenes que son llamados al sacerdocio o la vida consagrada en los territorios de misión.
La Jornada de Vocaciones Nativas es un día especialmente dedicado a la oración y la cooperación con los jóvenes que son llamados al sacerdocio o la vida consagrada en los territorios de misión.
Con la visitación de la Virgen a su prima Isabel, se inaugura –así lo llama el papa Francisco– “el camino de la proximidad y del encuentro”. En vez de centrarse en Ella y en su propia situación, María confía plenamente en Dios y sale de sí misma hacia los demás. Es el camino de la vocación, al que nos remite el lema de la JMJ de Lisboa: “María se levantó y partió sin demora” (Lc 1,39). Un camino que toman también muchos jóvenes en los territorios de misión, fiándose de Dios por encima de las dificultades.
El próximo 30 de abril, IV Domingo de Pascua y Domingo del Buen Pastor, celebramos, como cada año, la Jornada de Vocaciones Nativas, es decir, la jornada de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol. Todos sabemos que es el día en el que la Iglesia española nos trae a la memoria que una Iglesia particular no puede constituirse en una Iglesia implantada, fuerte, hasta que no cuenta con vocaciones sacerdotales y religiosas propias, hasta que los naturales del lugar no pueden hacerse responsables de la pastoral ordinaria de la diócesis. Mientras tanto, tienen que contar con la ayuda inestimable de los misioneros y la colaboración económica con sus actividades.
Ese día nos sentimos todos responsables de la formación y atención espiritual y material de los jóvenes que se forman en seminarios y noviciados para ser, en el futuro, los pastores y responsables de la vida de la Iglesia en aquellos territorios que llamamos de misión. Por eso aportamos nuestra oración, nuestros sacrificios y, también, nuestro donativo.
Desde hace algunos años, esta campaña se celebra en comunión con otra jornada importante, la de Oración por las Vocaciones. Ambas tienen que ver, tienen algo en común: la preocupación por las vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y también al matrimonio cristiano. Ambas van de la mano, para ser conscientes de que la preocupación no es exclusivamente por las vocaciones en nuestras comunidades parroquiales y en nuestras diócesis, sino que, como católicos, nuestra responsabilidad es la Iglesia, toda entera, esté donde esté.
Hasta ahora, para hacer posible la celebración de estas dos jornadas, Obras Misionales Pontificias se unía a la Subcomisión para los Seminarios de la Conferencia Episcopal Española (CEE) y a los departamentos de Vocaciones tanto de la Conferencia Española de Religiosos (CONFER) como de la Conferencia Española de Institutos Seculares (CEDIS). Sin embargo, desde hace un par de años se ha gestado un nuevo organismo en la CEE: se llama Servicio de Pastoral Vocacional.
Dependiente de la Secretaría General, y bajo la presidencia de D. Luis Argüello, arzobispo de Valladolid, formamos parte de este Servicio las Comisiones Episcopales para el Clero y Seminarios, para la Vida Consagrada, para las Misiones y Cooperación con las Iglesias, y para los Laicos, Familia y Vida. Su objetivo fundamental es ir creando en nuestra Iglesia que peregrina en España una cultura vocacional, para que niños, jóvenes y adultos se hagan un planteamiento de su vida como vocación, cuya génesis se encuentra en el sacramento del bautismo y cuyo horizonte es la llamada a la santidad.
Desde este año, este Servicio se encargará, entre otras cosas, de la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones: de su lema, su forma de difusión, sus propuestas de “propaganda”… Y ahí estarán también las Obras Misionales Pontificias, para que no se olvide que esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones se celebra conjuntamente con la de Vocaciones Nativas.
He oído, al menos en dos ocasiones, al Santo Padre un refrán africano que me parece muy acertado: “Si quieres llegar rápido, ve solo; si quieres llegar lejos, ve acompañado”. La organización de estas jornadas, contando con la ayuda, la experiencia y el buen hacer de otras comisiones y departamentos, nos puede ser a todos muy enriquecedora. Cada uno aporta lo que es y sabe, y, aunque a veces puede parecer que esto retrasa la ejecución o hace que podamos perder algo de lo que nos es propio, la verdad es que se ha creado un ambiente muy sano de colaboración y de puesta en marcha de algo que nos importa a todos.
Este Servicio no tiene como encargo exclusivo la organización de esta doble jornada. Se ocupará de ofrecer a las diócesis y a la pastoral ordinaria de cada una de ellas unas pautas, unos materiales, unas actividades que puedan servir de ayuda, para que en todas nuestras Iglesias se profundice y se proponga con más claridad, con mayor acierto, la vida cristiana como una verdadera vocación. OMP se sube al carro de esta propuesta, confiando en que va a ser de gran ayuda para que la vocación misionera de nuestros pastores y fieles crezca, y para que la preocupación vocacional se amplíe también a la necesidad de vocaciones en aquellas Iglesias que están en territorios de misión.
Seguro que en las diócesis de España se llevará a cabo una campaña de presentación de este Servicio, que no solo debe hacerse realidad en la Conferencia Episcopal, sino que cada diócesis deberá hacer suyo y crear su propio Servicio de comunión. Como dice el papa Francisco, es trabajar no por sectores, sino por proyectos… Y ¿existe un proyecto más importante para la Iglesia que el fomento, cuidado y atención de las vocaciones propias?
El padre Guy Bognon nació en Adjohoun (Ouémé, Benín) en 1969. Fue ordenado sacerdote el año 2000 y pertenece a la Compañía de Sacerdotes de San Sulpicio desde 2005. Formado en seminarios sostenidos por la Obra de San Pedro Apóstol —y tras haber sido formador, profesor y rector en dos de esos mismos centros—, es desde 2018 Secretario General de dicha Obra.
¿Cómo explicaría brevemente en qué consiste el carisma y la misión de la Obra de San Pedro Apóstol?
El carisma de esta Obra es hacer de la formación del clero autóctono una prioridad y dedicarse a que se convierta en realidad en todos los territorios de misión. La Obra de San Pedro Apóstol desea ardientemente que las Iglesias locales engendren sus propios sacerdotes, con vistas a la implantación profunda, duradera y definitiva de la buena nueva de la salvación. Su carisma es concienciar y hacer comprender que la formación del clero local es responsabilidad de todo bautizado. La pastoral vocacional y la organización de la sólida formación de los candidatos al sacerdocio no conciernen solo a la institución eclesial, a los obispos, a los sacerdotes. Es asunto de todo el pueblo de Dios. Todos los cristianos son responsables de la formación de sus sacerdotes.
¿Puede una Iglesia local vivir permanentemente de la labor prestada por los misioneros, sin dar el paso a la promoción de las vocaciones locales?
No es posible. De lo contrario, la misión estaría condenada a la extinción y al fracaso. No hay evangelización eficaz sin el trabajo de sacerdotes autóctonos. La vitalidad y el futuro de la Iglesia en los territorios de misión pasan necesariamente por la promoción y el apoyo de las vocaciones locales. Este fue el descubrimiento que dio origen a la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol.
¿Recuerda algún caso especialmente significativo de la trascendencia de nuestra ayuda a esas vocaciones locales?
Los subsidios ordinarios que la Obra de San Pedro Apóstol concede a los seminarios —gracias a los fondos que las Direcciones Nacionales de OMP ponen a su disposición— se utilizan para el mantenimiento, el pago de trabajadores, de profesores; pero también y sobre todo para la alimentación diaria, los gastos de agua y de electricidad… En los seminarios interdiocesanos donde el número de candidatos es importante, estos subsidios son también consistentes y pesan bien positivamente en el presupuesto anual. Algunos seminarios, hasta que no reciben el subsidio ordinario enviado por la Obra de San Pedro Apóstol, no programan la fecha de apertura del curso, porque no pueden empezar el año académico sin este subsidio. A veces retrasan ese inicio hasta un mes después de la fecha requerida. Asimismo, por falta de fondos suficientes, algunos seminarios se ven obligados a terminar el año antes de lo previsto. Situaciones de este tipo afectan necesariamente a la calidad de la formación.
En principio, cada seminarista hace una contribución anual fija. Algunos seminaristas tienen padres no católicos que no quieren ni oír hablar de su vocación y, por tanto, les niegan cualquier ayuda económica; otros proceden de familias que no pueden permitirse pagar la pensión solicitada. Pero la Iglesia no puede permitir que una vocación se pierda por falta de medios económicos. Por eso, estos casos son acogidos y continúan su formación gracias al Fondo Universal de Solidaridad de la Obra de San Pedro Apóstol.
Desde el Secretariado Internacional de la Obra, ¿cuáles son los objetivos en los que más le gustaría avanzar?
Hoy, el objetivo en el que queremos poner el acento es en la “adopción” de seminaristas [las becas de estudio], como hicieron los primeros miembros de la Obra junto con la fundadora. Que este método pueda extenderse por todas partes, que el africano adopte seminaristas asiáticos, latinoamericanos o de Oceanía; que el de Oceanía adopte seminaristas africanos, latinoamericanos o asiáticos; que los asiáticos adopten seminaristas de Oceanía, África, Latinoamérica; que los latinoamericanos adopten seminaristas asiáticos, oceánicos y africanos; que todos recen y ofrezcan sus sufrimientos por el crecimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas en Europa y en todos los rincones de la tierra. Esta adopción consistiría no solo en sostener económicamente la formación del seminarista, a través de la Dirección Nacional de OMP, sino sobre todo en llevarlo intensamente en la oración para que, si es su vocación, llegue a ser un buen sacerdote, un soldado de la evangelización para dar a conocer a Cristo y su obra de salvación.
¿Cómo nos invitaría a aumentar nuestra colaboración material y espiritual con la Obra de San Pedro Apóstol?
Contribuir a la formación de un sacerdote es participar activa y eficazmente en la obra de salvación de la humanidad.
Es la sexagésima vez que se celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, instituida por san Pablo VI en 1964, durante el Concilio Ecuménico Vaticano II. Esta iniciativa providencial se propone ayudar a los miembros del pueblo de Dios, personalmente y en comunidad, a responder a la llamada y a la misión que el Señor confía a cada uno en el mundo de hoy, con sus heridas y sus esperanzas, sus desafíos y sus conquistas.
Este año les propongo reflexionar y rezar guiados por el tema “Vocación: gracia y misión”. Es una ocasión preciosa para redescubrir con asombro que la llamada del Señor es gracia, es un don gratuito y, al mismo tiempo, es un compromiso a ponerse en camino, a salir, para llevar el Evangelio. Estamos llamados a una fe que se haga testimonio, que refuerce y estreche en ella el vínculo entre la vida de la gracia —a través de los sacramentos y la comunión eclesial— y el apostolado en el mundo. Animado por el Espíritu, el cristiano se deja interpelar por las periferias existenciales y es sensible a los dramas humanos, teniendo siempre bien presente que la misión es obra de Dios y no la llevamos a cabo solos, sino en la comunión eclesial, junto con todos los hermanos y hermanas, guiados por los pastores. Porque este es, desde siempre y para siempre, el sueño de Dios: que vivamos con Él en comunión de amor.
«Elegidos antes de la creación del mundo»
El apóstol Pablo abre ante nosotros un horizonte maravilloso: en Cristo, Dios Padre «nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad» (Ef 1,4-5). Son palabras que nos permiten ver la vida en su sentido pleno. Dios nos “concibe” a su imagen y semejanza, y nos quiere hijos suyos: hemos sido creados por el Amor, por amor y con amor, y estamos hechos para amar.
A lo largo de nuestra vida, esta llamada, inscrita en lo más íntimo de nuestro ser y portadora del secreto de la felicidad, nos alcanza, por la acción del Espíritu Santo, de manera siempre nueva, ilumina nuestra inteligencia, infunde vigor a la voluntad, nos llena de asombro y hace arder nuestro corazón. A veces incluso irrumpe de manera inesperada. Fue así para mí el 21 de septiembre de 1953 cuando, mientras iba a la fiesta anual del estudiante, sentí el impulso de entrar en la iglesia y confesarme. Ese día cambió mi vida y dejó una huella que perdura hasta hoy. Pero la llamada divina al don de sí se abre paso poco a poco, a través de un camino: al encontrarnos con una situación de pobreza, en un momento de oración, gracias a un testimonio límpido del Evangelio, a una lectura que nos abre la mente, cuando escuchamos la Palabra de Dios y la sentimos dirigida directamente a nosotros, en el consejo de un hermano o una hermana que nos acompaña, en un tiempo de enfermedad o de luto. La fantasía de Dios para llamarnos es infinita.
Y su iniciativa y su don gratuito esperan nuestra respuesta. La vocación es «el entramado entre elección divina y libertad humana» [1], una relación dinámica y estimulante que tiene como interlocutores a Dios y al corazón humano. Así, el don de la vocación es como una semilla divina que brota en el terreno de nuestra vida, nos abre a Dios y nos abre a los demás para compartir con ellos el tesoro encontrado. Esta es la estructura fundamental de lo que entendemos por vocación: Dios llama amando y nosotros, agradecidos, respondemos amando. Nos descubrimos hijos e hijas amados por el mismo Padre y nos reconocemos hermanos y hermanas entre nosotros. Santa Teresa del Niño Jesús, cuando finalmente “vio” con claridad esta realidad, exclamó: «¡Al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor…! Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia […]. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor» [2].
«Yo soy una misión en esta tierra»
La llamada de Dios, como decíamos, incluye el envío. No hay vocación sin misión. Y no hay felicidad y plena realización de uno mismo sin ofrecer a los demás la vida nueva que hemos encontrado. La llamada divina al amor es una experiencia que no se puede callar. «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16), exclamaba san Pablo. Y la Primera Carta de san Juan comienza así: “Lo que hemos oído, visto, contemplado y tocado —es decir, el Verbo hecho carne— se lo anunciamos también a ustedes para que nuestra alegría sea plena” (cf. 1,1-4).
Hace cinco años, en la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, me dirigía a cada bautizado y bautizada con estas palabras: «Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión» (n. 23). Sí, porque cada uno de nosotros, sin excluir a nadie, puede decir: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
La misión común de todos los cristianos es testimoniar con alegría, en toda situación, con actitudes y palabras, lo que experimentamos estando con Jesús y en su comunidad que es la Iglesia. Y se traduce en obras de misericordia material y espiritual, en un estilo de vida abierto a todos y manso, capaz de cercanía, compasión y ternura, que va contracorriente respecto a la cultura del descarte y de la indiferencia. Hacerse prójimo, como el buen samaritano (cf. Lc 10,25-37), permite comprender lo esencial de la vocación cristiana: imitar a Jesucristo, que vino para servir y no para ser servido (cf. Mc 10,45).
Esta acción misionera no nace simplemente de nuestras capacidades, intenciones o proyectos, ni de nuestra voluntad, ni tampoco de nuestro esfuerzo por practicar las virtudes, sino de una profunda experiencia con Jesús. Sólo entonces podemos convertirnos en testigos de Alguien, de una Vida, y esto nos hace “apóstoles”. Entonces nos reconocemos como marcados «a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
Icono evangélico de esta experiencia son los dos discípulos de Emaús. Después del encuentro con Jesús resucitado se confían recíprocamente: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24,32). En ellos podemos ver lo que significa tener “corazones fervientes y pies en camino” [3]. Es lo que deseo también para la próxima Jornada Mundial de la Juventud en Lisboa, que espero con alegría y que tiene por lema: «María se levantó y partió sin demora» (Lc 1,39). ¡Que cada uno y cada una se sienta llamado y llamada a levantarse e ir sin demora, con corazón ferviente!
Llamados juntos: convocados
El evangelista Marcos narra el momento en que Jesús llamó a doce discípulos, cada uno con su propio nombre. Los instituyó para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar, curar las enfermedades y expulsar a los demonios (cf. Mc 3,13-15). El Señor pone así las bases de su nueva Comunidad. Los Doce eran personas de ambientes sociales y oficios diferentes, y no pertenecían a las categorías más importantes. Los Evangelios nos cuentan también otras llamadas, como la de los setenta y dos discípulos que Jesús envía de dos en dos (cf. Lc 10,1).
La Iglesia es precisamente Ekklesía, término griego que significa: asamblea de personas llamadas, convocadas, para formar la comunidad de los discípulos y discípulas misioneros de Jesucristo, comprometidos a vivir su amor entre ellos (cf. Jn 13,34; 15,12) y a difundirlo entre todos, para que venga el Reino de Dios.
En la Iglesia, todos somos servidores y servidoras, según diversas vocaciones, carismas y ministerios. La vocación al don de sí en el amor, común a todos, se despliega y se concreta en la vida de los cristianos laicos y laicas, comprometidos a construir la familia como pequeña iglesia doméstica y a renovar los diversos ambientes de la sociedad con la levadura del Evangelio; en el testimonio de las consagradas y de los consagrados, entregados totalmente a Dios por los hermanos y hermanas como profecía del Reino de Dios; en los ministros ordenados (diáconos, presbíteros, obispos) puestos al servicio de la Palabra, de la oración y de la comunión del pueblo santo de Dios. Sólo en la relación con todas las demás, cada vocación específica en la Iglesia se muestra plenamente con su propia verdad y riqueza. En este sentido, la Iglesia es una sinfonía vocacional, con todas las vocaciones unidas y diversas, en armonía y a la vez “en salida” para irradiar en el mundo la vida nueva del Reino de Dios.
Gracia y misión: don y tarea
Queridos hermanos y hermanas, la vocación es don y tarea, fuente de vida nueva y de alegría verdadera. Que las iniciativas de oración y animación vinculadas a esta Jornada puedan reforzar la sensibilidad vocacional en nuestras familias, en las comunidades parroquiales y en las de vida consagrada, en las asociaciones y en los movimientos eclesiales. Que el Espíritu del Señor resucitado nos quite la apatía y nos conceda simpatía y empatía, para vivir cada día regenerados como hijos del Dios Amor (cf. 1 Jn 4,16) y ser también nosotros fecundos en el amor; capaces de llevar vida a todas partes, especialmente donde hay exclusión y explotación, indigencia y muerte. Para que se dilaten los espacios del amor [4] y Dios reine cada vez más en este mundo.
Que en este camino nos acompañe la oración compuesta por san Pablo VI para la primera Jornada Mundial de las Vocaciones, el 11 de abril de 1964:
«Jesús, divino Pastor de las almas, que llamaste a los Apóstoles para hacerlos pescadores de hombres, atrae a Ti también las almas ardientes y generosas de los jóvenes, para hacerlos tus seguidores y tus ministros; hazlos partícipes de tu sed de redención universal […], descúbreles los horizontes del mundo entero […]; para que, respondiendo a tu llamada, prolonguen aquí en la tierra tu misión, edifiquen tu Cuerpo místico, la Iglesia, y sean “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13)».
Que la Virgen María los acompañe y los proteja. Con mi bendición.
Roma, San Juan de Letrán, 30 de abril de 2023, IV Domingo de Pascua.
Francisco
Ponemos a tu disposición los materiales para celebrar la Jornada de Vocaciones Nativas y Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones.
Estos recursos están encaminados a facilitar la difusión del mensaje de la Jornada de Vocaciones Nativas y Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones. Las vocaciones surgidas en los territorios de misión son un tesoro que la Iglesia debe cuidar.
Las “Becas de estudio” te permiten ayudar a las vocaciones surgidas en las Iglesias nacientes, mediante el sostenimiento de las necesidades de los seminarios y noviciados de los territorios de misión.
Además, puedes hacerlo individualmente o en grupo –con tu parroquia, colegio, seminario…
Son los jóvenes que son llamados al sacerdocio o a la vida consagrada en los territorios de misión.
Las vocaciones nativas son muy importantes para las iglesias locales. Su presencia es apremiante porque en la actualidad un sacerdote en las misiones atiende al doble de personas que la media universal.
ORAR POR LAS VOCACIONES
En esta jornada se pide rezar por todas las vocaciones nativas, para que el Espíritu Santo siga llamando y no falte la respuesta generosa de los jóvenes.
Estefanía y Juana Bigard, madre e hija, leyeron en 1889 una carta del obispo francés de Nagasaki, en la que este contaba cómo los cristianos japoneses, debido a la persecución, tenían miedo de acercarse a los misioneros extranjeros, y que eso no ocurriría si los sacerdotes fueran naturales de su mismo país.
Las dos empiezan así una gran actividad para lograr que toda la Iglesia se implique en el sostenimiento de las vocaciones en Ios territorios de misión.
Es el comienzo de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol, encargada de impulsar la Jornada de Vocaciones Nativas.
Las vocaciones que han surgido en los territorios de misión, conocidas como vocaciones nativas, tienen en muchas ocasiones dificultades para completar su formación. La Obra de San Pedro Apóstol les ayuda gracias a los donativos recaudados con la Jornada de Vocaciones Nativas.
En 2022, gracias a la solidaridad de toda la Iglesia, la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol distribuyó 15.354.754 € para ayudar a más de 74.000 seminaristas nativos y 2.000 formadores en los territorios de misión.
En ese mismo año, España envió 1.977.274,82 € que beneficiaron a unas 9.645 vocaciones en 20 países de las misiones.
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