El Domund es el día en que, de un modo especial, la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con las misiones.
Se celebra en todo el mundo el penúltimo domingo de octubre, el “mes de las misiones”.
#DOMUND
El Domund es el día en que, de un modo especial, la Iglesia universal reza por los misioneros y colabora con las misiones.
Se celebra en todo el mundo el penúltimo domingo de octubre, el “mes de las misiones”.
#DOMUND
Solo el encuentro con el Resucitado ilumina nuestra vida y hace arder nuestro corazón. Lo han experimentado los misioneros y misioneras, quienes, con su corazón ardiente, nos muestran el camino hacia los hermanos más pobres y necesitados, y la presencia del Señor vivo en medio de ellos.
Ese encuentro personal con Cristo hace que los ojos de las personas se abran y mueve a la acción. Así, los misioneros se ponen en camino y entregan su vida para que el Evangelio llegue a todos los rincones del mundo.
Digo que ha acertado porque, al mirar a los misioneros, a nuestros misioneros —esos paisanos que han abandonado su tierra, su familia, sus seguridades, sus comodidades para ser lo que son—, no podemos olvidar que no se trata de aventureros —aunque algo de ello sí tienen— ni de expatriados —enviados por sus organizaciones a trabajar fuera de España— ni de románticos altruistas. “Corazones ardientes” nos recuerda que se trata de hombres y mujeres enamorados. Hombres y mujeres que, como aquellos dos de Emaús, han estado escuchando a Jesús cuando les hablaba a través de la Sagrada Escritura y han quedado transformados.
Son personas que se han alimentado con la Palabra de Dios y, como la Virgen María, la han “rumiado” en su corazón (cf. Lc 2,19), llegando a identificarse con ella. Son cristianos…; son hombres de oración y de contemplación, que han dejado que el Espíritu Santo les ilumine con su fuerza y su amor para transformarles en apóstoles, no de una causa, no de una teoría, no de una ideología, no de una doctrina, sino de una Persona, de Jesús de Nazaret, verdadero Dios y verdadero hombre.
Fuego encendido
A muchos santos se les representa con el pecho encendido en fuego, como si de su corazón salieran rayos de luz y de vida… Es el amor de Dios, que Jesús vino a traer a la tierra y que quiere que arda en todo el mundo. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?”, se preguntan los dos discípulos. Y es que la Palabra de Dios es viva y eficaz, es siempre transformadora, y, como el Espíritu Santo, riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito y guía al que tuerce el sendero, según dice la secuencia de Pentecostés.
Un misionero es un hombre enamorado, una mujer enamorada. Es alguien que ha descubierto que Dios vale la pena, que Dios, solo Él, basta, y que ha decidido vivir la vida con Él y para Él. El corazón del misionero tiene algo de romántico, porque no mide las dificultades o las limitaciones propias. Tiene el corazón encendido, porque se fía de Dios, que le cuida y atiende, que pone en su voluntad deseos grandes de entrega y de servicio. Con razón Francisco comentó que la misión es fruto de dos pasiones: la pasión por Dios y la pasión por su gente (cf. EG 268).
Llevar a Cristo al mundo entero
Esa pasión, ese amor descubierto, hace que los pies se pongan “en camino”. Sí, ese encuentro con Cristo hace salir de uno mismo y poner los medios para llevar, a todo aquel que todavía no lo conoce, el amor, la misericordia, la belleza de Dios.
Recuerdo a una misionera —religiosa— mayor que llevaba toda su vida por América. Se vino a despedir de mí; no volvería a España, porque tenía muchos años y quería morir en aquel sitio adonde el Señor la había llevado para ser su testigo. “José María, cuando era religiosa joven, yo le decía al Señor: «Jesús, cuando salga a la calle, ponme delante a aquellas personas a las que quieres que hable de Ti». Ahora que soy mayor y no me dejan salir a la calle, le digo: «Jesús, tráeme a casa a aquellas personas a las que quieres que les hable de Ti…»”. Qué bonita forma de expresar su deseo de llevar a Cristo a todos. El misionero no se conforma con lo que ve, con lo que hay; tiene deseos de llegar al mundo entero, con la alegría de transmitir el fuego, el ardor, la fe que viene de haber conocido a Dios. ¿No era ese el sentimiento profundo de santa Teresita del Niño Jesús?
Por eso, creo que el del Domund de este año es un lema muy apropiado. Nuestros misioneros, por los que todos —incluso personas sin fe o con una vida cristiana quizás abandonada— sentimos gran orgullo y respeto, no son meros activistas sociales, transformadores de las realidades públicas. Son hombres, mujeres de Dios; son enamorados de Cristo, que se han puesto a disposición de quien les ha cambiado el corazón. Santa Maravillas de Jesús tenía como máxima: “Señor, cuando Tú quieras, como Tú quieras, lo que Tú quieras”; y los misioneros la han completado con algo más: “¡Señor, donde Tú quieras!”.
En el signo de una espiritualidad bíblica misionera
Sobre todo, se puede escuchar en el Mensaje el grito del Papa que manifiesta una urgente necesidad de redescubrir la compañía consoladora e iluminadora de Cristo resucitado con y en la Palabra de Dios, especialmente para sus discípulos misioneros en tierras lejanas. El mismo Papa no se cansa de exhortar a todos los cristianos a leer constantemente la Biblia y especialmente los Evangelios.
El retorno frecuente a la Palabra de Dios en Cristo será fundamental también y sobre todo para todo discípulo misionero y para toda comunidad en salida para anunciar el Evangelio en todo el mundo. Estos movimientos de salida y entrada serán necesarios al igual que los de la sangre en el ciclo cardíaco, sístole y diástole, para la salud del organismo. Por tanto, es necesario un renovado movimiento bíblico-misionero en la Iglesia, para que cada miembro bautizado de ella pueda nutrirse cada vez más de la Palabra de salvación de Dios en Cristo, para compartirla con los demás. Necesitamos cada vez más una espiritualidad bíblica de y en la misión.
Dejémonos, pues, acompañar una vez más por la presencia del Señor resucitado en la enseñanza de las Escrituras. Dejémosle que nos “abra” las Escrituras también hoy, haga arder nuestro corazón, nos ilumine y nos transforme, para que podamos anunciar a Cristo al mundo con la fuerza y la sabiduría fascinante de sus palabras.
Hacia actividades misioneras cristocéntricas y eucarísticas
La segunda sugerencia se refiere a la renovación, o mejor todavía, a la intensificación de la espiritualidad eucarística en la misión de evangelización y en la animación/formación misionera. Lo que el Papa quiere subrayar aquí es la necesidad de una mirada, más aún, de una actitud mística o de una vida mística con Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Esto será fundamental para toda actividad misionera ordinaria (en la vida cotidiana) y extraordinaria (en momentos de celebraciones particulares). Lo más importante a tener en cuenta no es tanto el saber aprendido, sino la vivencia devota del misterio de Cristo Eucarístico en la vida personal y comunitaria, a partir de las acciones concretas de oración, de alabanza o incluso de una “santa nostalgia” de la dulce compañía del Resucitado.
A nivel de lo concreto, quizá sea necesario todo un proceso de formación eucarística misionera que tal vez parta de una “concienciación” cada vez más fuerte del momento de la Sagrada Comunión durante la misa para estar en unión místico-sacramental con Jesús resucitado, y de adoración regular del Cristo Eucarístico, como recordó el Papa. Por tanto, debemos dejarnos llevar siempre por la gracia divina al asombro de reconocer a Cristo en la fracción del pan cada vez que lo hacemos en memoria suya. Necesitamos recuperar el asombro ante la presencia de Cristo resucitado entre nosotros como El-que-parte-el-pan y al mismo tiempo El-pan-partido-por-nosotros. Esto será fundamental para la vida de todo discípulo misionero, que también está llamado a ser como Jesús, el enviado del Padre, el que parte el pan y el que es el pan partido para el mundo. Finalmente, debemos llevar al amor de Jesús en la Eucaristía a todos los que Dios nos hace encontrar en nuestra misión, teniendo presente que de lo contrario nuestra misión queda incompleta.
Hacia una cooperación misionera cada vez más estrecha en la Iglesia
La tercera y última sugerencia se refiere a la cooperación misionera, que el Papa ahora espera que sea “más estrecha de todos sus miembros a todos los niveles”. Prestemos atención a los adjetivos totalizantes. Aquí podemos escuchar el eco del famoso lema del P. Manna, fundador de la Pontificia Unión Misional, “Toda la Iglesia para todo el mundo”, que también puede leerse como “Todas las Iglesias para todo el mundo”. A la luz de la exhortación del Papa, el grito del beato Paolo Manna por una perfecta colaboración de todos los bautizados en la Iglesia universal podría tomar una nueva forma: “Toda la fuerza de la Iglesia para el mundo entero”.
He aquí una provocación a partir de las palabras del Papa: en un siglo desgarrado por divisiones, facciones, luchas internas y externas, los discípulos misioneros de Cristo ¿no son capaces de marcar la diferencia? ¿No pueden encontrar la unidad y el amor recíproco en el nombre de Cristo y en el nombre de la misión que Cristo les ha confiado? Por tanto, independientemente de la situación actual en que vivimos, se hace deseable una unidad cada vez más perfecta de todas las fuerzas para la evangelización, es más, la unidad de todas las Iglesias, de todos los que profesan a Cristo el Señor, para la obra evangelizadora en todo el mundo.
Finalmente, debido a esta urgencia de la misión y de la cooperación misionera, el Papa recuerda el papel particular e, implícitamente, la importancia del trabajo de las Obras Misionales Pontificias (cf. Praedicate Evangelium, art. 67§1).
Para la Jornada Mundial de las Misiones de este año he elegido un tema que se inspira en el relato de los discípulos de Emaús, en el Evangelio de Lucas (cf. 24,13-35): “Corazones fervientes, pies en camino”. Aquellos dos discípulos estaban confundidos y desilusionados, pero el encuentro con Cristo en la Palabra y en el Pan partido encendió su entusiasmo para volver a ponerse en camino hacia Jerusalén y anunciar que el Señor había resucitado verdaderamente. En el relato evangélico, percibimos la trasformación de los discípulos a partir de algunas imágenes sugestivas: los corazones que arden cuando Jesús explica las Escrituras, los ojos abiertos al reconocerlo y, como culminación, los pies que se ponen en camino. Meditando sobre estos tres aspectos, que trazan el itinerario de los discípulos misioneros, podemos renovar nuestro celo por la evangelización en el mundo actual.
En la misión, la Palabra de Dios ilumina y trasforma el corazón
A lo largo del camino que va de Jerusalén a Emaús, los corazones de los dos discípulos estaban tristes —como se reflejaba en sus rostros— a causa de la muerte de Jesús, en quien habían creído (cf. v. 17). Ante el fracaso del Maestro crucificado, su esperanza de que Él fuese el Mesías se había derrumbado (cf. v. 21).
Entonces, “mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos” (v. 15). Como al inicio de la vocación de los discípulos, también ahora, en el momento de su desconcierto, el Señor toma la iniciativa de acercarse a los suyos y de caminar a su lado. En su gran misericordia, Él nunca se cansa de estar con nosotros; incluso a pesar de nuestros defectos, dudas, debilidades, cuando la tristeza y el pesimismo nos induzcan a ser “duros de entendimiento” (v. 25), gente de poca fe.
Hoy como entonces, el Señor resucitado es cercano a sus discípulos misioneros y camina con ellos, especialmente cuando se sienten perdidos, desanimados, amedrentados ante el misterio de la iniquidad que los rodea y los quiere sofocar. Por ello, “¡no nos dejemos robar la esperanza!” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 86). El Señor es más grande que nuestros problemas, sobre todo cuando los encontramos al anunciar el Evangelio al mundo, porque esta misión, después de todo, es suya y nosotros somos simplemente sus humildes colaboradores, “siervos inútiles” (cf. Lc 17,10).
Quiero expresar mi cercanía en Cristo a todos los misioneros y las misioneras del mundo, en particular a aquellos que atraviesan un momento difícil. El Señor resucitado, queridos hermanos y hermanas, está siempre con ustedes y ve su generosidad y sus sacrificios por la misión de evangelización en lugares lejanos. No todos los días de la vida resplandece el sol, pero acordémonos siempre de las palabras del Señor Jesús a sus amigos antes de la pasión: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).
Después de haber escuchado a los dos discípulos en el camino de Emaús, Jesús resucitado, “comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él” (Lc 24,27). Y los corazones de los discípulos se encendieron, tal como después se confiarían el uno al otro: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (v. 32). Jesús, efectivamente, es la Palabra viviente, la única que puede abrasar, iluminar y trasformar el corazón.
De ese modo comprendemos mejor la afirmación de san Jerónimo: “Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo” (Comentario al profeta Isaías, Prólogo). “Si el Señor no nos introduce es imposible comprender en profundidad la Sagrada Escritura, pero lo contrario también es cierto: sin la Sagrada Escritura, los acontecimientos de la misión de Jesús y de su Iglesia en el mundo permanecen indescifrables” (Carta ap. M. P. Aperuit illis, 1). Por ello, el conocimiento de la Escritura es importante para la vida del cristiano, y todavía más para el anuncio de Cristo y de su Evangelio. De lo contrario, ¿qué trasmitiríamos a los demás sino nuestras propias ideas y proyectos? Y un corazón frío, ¿sería capaz de encender el corazón de los demás?
Dejémonos entonces acompañar siempre por el Señor resucitado que nos explica el sentido de las Escrituras. Dejemos que Él encienda nuestro corazón, nos ilumine y nos trasforme, de modo que podamos anunciar al mundo su misterio de salvación con la fuerza y la sabiduría que vienen de su Espíritu.
Jesús en la Eucaristía es el culmen y la fuente de la misión
Los corazones fervientes por la Palabra de Dios empujaron a los discípulos de Emaús a pedir al misterioso viajero que permaneciese con ellos al caer la tarde. Y, alrededor de la mesa, sus ojos se abrieron y lo reconocieron cuando Él partió el pan. El elemento decisivo que abre los ojos de los discípulos es la secuencia de las acciones realizadas por Jesús: tomar el pan, bendecirlo, partirlo y dárselo a ellos. Son gestos ordinarios de un padre de familia judío, pero que, realizados por Jesucristo con la gracia del Espíritu Santo, renuevan ante los dos comensales el signo de la multiplicación de los panes y sobre todo el de la Eucaristía, sacramento del Sacrificio de la cruz. Pero precisamente en el momento en el que reconocen a Jesús como Aquel que parte el pan, “Él había desaparecido de su vista” (Lc 24,31). Este hecho da a entender una realidad esencial de nuestra fe: Cristo que parte el pan se convierte ahora en el Pan partido, compartido con los discípulos y por tanto consumido por ellos. Se hizo invisible, porque ahora ha entrado dentro de los corazones de los discípulos para encenderlos todavía más, impulsándolos a retomar el camino sin demora, para comunicar a todos la experiencia única del encuentro con el Resucitado. Así, Cristo resucitado es Aquel que parte el pan y al mismo tiempo es el Pan partido para nosotros. Y, por eso, cada discípulo misionero está llamado a ser, como Jesús y en Él, gracias a la acción del Espíritu Santo, aquel que parte el pan y aquel que es pan partido para el mundo.
A este respecto, es necesario recordar que un simple partir el pan material con los hambrientos en el nombre de Cristo es ya un acto cristiano misionero. Con mayor razón, partir el Pan eucarístico, que es Cristo mismo, es la acción misionera por excelencia, porque la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia.
Lo recordó el papa Benedicto XVI: “No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento [de la Eucaristía]. Este exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en Él. Por eso la Eucaristía no es solo fuente y culmen de la vida de la Iglesia; lo es también de su misión: «Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera»” (Exhort. ap. Sacramentum caritatis, 84).
Para dar fruto debemos permanecer unidos a Él (cf. Jn 15,4-9). Y esta unión se realiza a través de la oración diaria, en particular en la adoración, estando en silencio ante la presencia del Señor, que se queda con nosotros en la Eucaristía. El discípulo misionero, cultivando con amor esta comunión con Cristo, puede convertirse en un místico en acción. Que nuestro corazón anhele siempre la compañía de Jesús, suspirando la vehemente petición de los dos de Emaús, sobre todo cuando cae la noche: “¡Quédate con nosotros, Señor!” (cf. Lc 24,29).
La eterna juventud de una Iglesia siempre en salida
Después de que se les abrieron los ojos, reconociendo a Jesús “al partir el pan”, los discípulos, sin demora, “se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén” (Lc 24,33). Este ir de prisa, para compartir con los demás la alegría del encuentro con el Señor, manifiesta que “la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1). No es posible encontrar verdaderamente a Jesús resucitado sin sentirse impulsados por el deseo de comunicarlo a todos. Por lo tanto, el primer y principal recurso de la misión lo constituyen aquellos que han reconocido a Cristo resucitado, en las Escrituras y en la Eucaristía, que llevan su fuego en el corazón y su luz en la mirada. Ellos pueden testimoniar la vida que no muere más, incluso en las situaciones más difíciles y en los momentos más oscuros.
La imagen de los “pies que se ponen en camino” nos recuerda una vez más la validez perenne de la misión ad gentes, la misión que el Señor resucitado dio a la Iglesia de evangelizar a cada persona y a cada pueblo hasta los confines de la tierra. Hoy más que nunca la humanidad, herida por tantas injusticias, divisiones y guerras, necesita la Buena Noticia de la paz y de la salvación en Cristo. Por tanto, aprovecho esta ocasión para reiterar que “todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable” (ibíd., 14). La conversión misionera sigue siendo el objetivo principal que debemos proponernos como individuos y como comunidades, porque “la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia” (ibíd., 15).
Como afirma el apóstol Pablo, “el amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14). Se trata aquí de un doble amor, el que Cristo tiene por nosotros, que atrae, inspira y suscita nuestro amor por Él. Y este amor es el que hace que la Iglesia en salida sea siempre joven, con todos sus miembros en misión para anunciar el Evangelio de Cristo, convencidos de que “Él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (v. 15). Todos pueden contribuir a este movimiento misionero con la oración y la acción, con la ofrenda de dinero y de sacrificios, y con el propio testimonio. Las Obras Misionales Pontificias son el instrumento privilegiado para favorecer esta cooperación misionera en el ámbito espiritual y material. Por esto la colecta de donaciones de la Jornada Mundial de las Misiones está dedicada a la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe.
La urgencia de la acción misionera de la Iglesia supone naturalmente una cooperación misionera cada vez más estrecha de todos sus miembros a todos los niveles. Este es un objetivo esencial en el itinerario sinodal que la Iglesia está recorriendo con las palabras clave comunión, participación y misión. Tal itinerario no es de ningún modo un replegarse de la Iglesia sobre sí misma, ni un proceso de sondeo popular para decidir, como se haría en un parlamento, qué es lo que hay que creer y practicar y qué no, según las preferencias humanas. Es más bien un ponerse en camino, como los discípulos de Emaús, escuchando al Señor resucitado que siempre sale a nuestro encuentro para explicarnos el sentido de la Escrituras y partir para nosotros el Pan, y así poder llevar adelante, con la fuerza del Espíritu Santo, su misión en el mundo.
Como aquellos dos discípulos “contaron a los otros lo que les había pasado por el camino” (Lc 24,35), también nuestro anuncio será una narración alegre de Cristo el Señor, de su vida, de su pasión, muerte y resurrección, de las maravillas que su amor ha realizado en nuestras vidas.
Pongámonos de nuevo en camino también nosotros, iluminados por el encuentro con el Resucitado y animados por su Espíritu. Salgamos con los corazones fervientes, los ojos abiertos, los pies en camino, para encender otros corazones con la Palabra de Dios, abrir los ojos de otros a Jesús Eucaristía, e invitar a todos a caminar juntos por el camino de la paz y de la salvación que Dios, en Cristo, ha dado a la humanidad.
Santa María del camino, Madre de los discípulos misioneros de Cristo y Reina de las misiones, ruega por nosotros.
Francisco
Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2023, Solemnidad de la Epifanía del Señor
El Domund es una Jornada universal que se celebra cada año en todo el mundo, el penúltimo domingo de octubre, para apoyar a los misioneros en su labor evangelizadora, desarrollada entre los más pobres.
El Domund es una llamada a la responsabilidad de todos los cristianos en la evangelización. Es el día en que la Iglesia lanza una especial invitación a amar y apoyar la causa misionera, ayudando a los misioneros.
Los misioneros dan a conocer a todos el mensaje de Jesús, especialmente en aquellos lugares del mundo donde el Evangelio está en sus comienzos y la Iglesia aún no está asentada.
En 1926 el papa Pío XI estableció que el penúltimo domingo de octubre fuera para toda la Iglesia el Domingo Mundial de las Misiones, en favor de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe; un día para mover a los católicos a amar y apoyar la causa misionera.
Desde 1943, esta “fiesta de la catolicidad y de la solidaridad universal” se conoce en España como Domund (de “DOmingo MUNDial”).
Este nombre ha ayudado a identificar y difundir aún más esta Jornada, de modo que su mensaje —una llamada de atención sobre la común responsabilidad de todos los cristianos en la evangelización del mundo— ha calado en la profunda sensibilidad y tradición misionera de nuestro país.
Los 1.118 territorios de misión, dependen de las ayudas del Domund. La Iglesia apoya equitativamente a todas las misiones, sin importar la congregación o nacionalidad de sus misioneros, cuidando de una manera especial aquellas que tienen más necesidades.
La Jornada Mundial de las Misiones, el Domund, se celebra en todo el mundo. 120 países organizan sus colectas y las ponen a disposición del Santo Padre que pasan a formar parte del Fondo Universal de Solidaridad de la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe ‒responsable del Domund‒.
La Asamblea General de OMP, por encargo del Papa, mira las necesidades y distribuye las ayudas, gran parte de las aportaciones sostienen las necesidades ordinarias de los territorios de misión. También se apoyan proyectos extraordinarios para llevar adelante la evangelización y la promoción humana.
España es el segundo país que más colabora con el Domund.
Estos son los datos del dinero enviado a las misiones en 2021 (con lo recaudado en 2020).
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