Misionerísimos: Santo Domingo Savio

Misionerísimos: Santo Domingo Savio

  • On 23 de diciembre de 2022

A Domingo, que era bajito de estatura, su familia lo llamaba cariñosamente “Minot”. Sorprendía que fuera amigo íntimo de Jesús desde muy pequeño. Una vez, su madre lo encontró rezando en un rincón de la cocina, y otro día, con una nevada de campeonato, salió muy pronto de su casa para llegar a la misa de las 6 de la mañana. El cura de su pueblo se lo encontró aterido de frío a la puerta de la iglesia esperando a que abriera. ¡Imagínate, con lo que te cuesta a ti levantarte los domingos para ir a misa!

La familia de Domingo era numerosa y muy humilde; su padre era herrero y, con lo que ganaba, no le era fácil pagar los estudios de Domingo, que era inteligente y quería ser sacerdote. El maestro, don Cugliero, pensó que Juan Bosco (un misionerísimo del que ya te hemos hablado en Gesto) podría ayudarlo. En su Oratorio, los niños no solo estudiaban: don Bosco les ayudaba a parecerse a Jesús. La primera vez que don Bosco vio a Domingo se quedó impresionado, al intuir que había un alma gigante en un cuerpo tan chiquito.

A los 11 años, Domingo entró en el Oratorio y allí fue feliz desde el principio. Un día, don Bosco le dijo que, si quería ser santo, tenía que “ganar” almas para Dios, y Domingo triunfó en este desafío. Se ofrecía a dar catequesis, ayudaba a sus compañeros con los estudios, se sentaba con los más conflictivos y pronto cambiaban. En una ocasión en que dos chicos se estaban peleando en el recreo, se puso en medio, sacó una cruz de su bolsillo, y les dijo: “¿Cómo podéis ofender así a Jesús, que nos enseñó a perdonar?”.

Antes de entrar en el Oratorio de don Bosco, el día de su Primera Comunión, Domingo había prometido ser siempre amigo de Jesús y de María, y ese mismo día escribió que prefería la muerte antes que pecar. Su maestro don Bosco fue una ayuda enorme para cumplir estos propósitos. No se trataba de hacer nada extraordinario, sino de vivir con alegría el deber “que tocaba”: jugar, estudiar, comer o rezar, cada cosa le servía para entrenarse en la carrera de la santidad. Lo que les pedía el sacerdote era sencillo, y Domingo fue un alumno aventajado.

Como él se tomaba muy en serio lo de ser santo, Jesús fue haciéndose presente en su vida de una forma cada vez más admirable. En una ocasión, siendo ya muy tarde, fue corriendo a golpear la puerta de don Bosco: “¡Vamos, vamos, hay algo urgente que hacer!”. Don Bosco sabía que no le molestaría si no fuera por algo importante y lo siguió. Atravesaron la ciudad de noche, a toda prisa, y se detuvieron ante un edificio. Entraron y tocaron a la puerta de una casa. Una señora salió llorando, porque su marido se estaba muriendo sin haberse confesado. Don Bosco lo perdonó en nombre de Jesús, y pudo morir en paz.

Don Bosco no preguntó cómo había sabido aquello, porque Jesús puede conceder estos “regalos” a sus amigos más íntimos, y el pequeño Domingo lo era. El jovencito decía que, rezando, “las horas se le hacían minutos”. Tal cual. Una vez estuvo ¡7 horas! rezando sin darse cuenta. Todo el mundo lo estaba buscando, porque no había ido a desayunar ni a clase, y don Bosco lo encontró en la capilla. En la vida del pequeño Domingo cada vez ocurrían cosas más “admirables”, y él, don Bosco, iba tomando nota de todo.

Solo habían pasado cuatro años desde que había entrado a vivir en el Oratorio, cuando Domingo se puso muy enfermo. Don Bosco pensó que en su pueblo, respirando aire puro y con su familia, sería más fácil que pudiera mejorar. Separarse de su maestro fue un sacrificio enorme para Domingo, y él sabía que esa despedida sería hasta el cielo. Desde hacía mucho tiempo, el pequeño intuía que Jesús lo llevaría muy pronto con Él. Pasó sus últimas horas junto a su papá, rezaron juntos y Domingo se despidió diciendo: “Adiós, mi querido papá… ¡Qué cosas más bellas veo!”.

La gente de su pueblo se entristeció, pero a la vez sabían que este niño estaría junto a Jesús, porque lo consideraban ya un santo. También en el Oratorio recibieron la noticia con tristeza y esperanza, porque uno de los suyos estaba ya en el cielo.  A las pocas semanas de su muerte, enfermó gravemente otro chico del Oratorio y don Bosco hizo una petición a Domingo: “¡Vamos, Domingo, si nos lo curas, será para nosotros una prueba evidente de tu santidad!”. Y, esa misma tarde, se curó.

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