No he encontrado nunca un papuano que no crea en Dios

  • On 16 de abril de 2025

OMPRESS-PAPÚA NUEVA GUINEA (16-04-25) Se llama Anna Pigozzo, es religiosa de la Fraternidad de la Transfiguración y, con 38 años de edad, 12 los ha dedicado a su misión en la diócesis de Bereina, en Papúa Nueva Guinea. Aunque son muchas las dificultades a afrontar nunca ha encontrado a un papuano que no crea en Dios.

La revista Popoli e Missione, la revista de las Obras Misionales Pontificias en Italia, comparte el testimonio de esta misionera que se define como “peregrina” y que vive desde 2013 con otras cinco religiosas en la diócesis de Bereina. Es una zona montañosa a la que se llega tras días de caminata. Una Iglesia joven, en una tierra marcada por grandes contrastes, que intenta vivir cada día la esperanza del Jubileo.

No hay carreteras en Papúa Nueva Guinea. Y si las hay, son accidentadas, sin asfaltar, peligrosas. Sin embargo, “los papúes, al menos en esta zona, caminan mucho. A menudo descalzos”. La misionera, natural de Noale, un pueblo en la diócesis italiana de Treviso, también habla de colores brillantes de una naturaleza primigenia, llena de vida, entre bosques inexplorados y muchas variedades de aves, entre ellas el Ave del Paraíso, uno de los símbolos que aparecen en la bandera del país. Tradiciones milenarias y culturas ancestrales, con 800 etnias y otras tantas lenguas, en un país que está a punto de celebrar 50 años de su independencia.

Después de pasar cuatro años en el sur de Filipinas, la hermana Anna vive desde 2013 con otras cinco hermanas en la diócesis de Bereina, que se extiende a lo largo de 20.000 km cuadrados en la región central de Papúa Nueva Guinea. Tiene una población oficial de 86 mil habitantes, aunque, “en realidad, nadie sabe exactamente cuántos somos aquí”, admite la misionera, que habla de un territorio en una zona montañosa, accesible tras días de caminata, con siete parroquias que llevan años sin sacerdote estable. Los grandes ríos, sobre todo durante la temporada de lluvias, completan la imagen, con inundaciones y crecidas que vuelven la zona aún más inaccesible y dificultan el inicio del año escolar.

La religiosa cuenta que, a pesar de la riqueza de su patrimonio cultural, de sus recursos minerales y de sus tierras fértiles, “la pobreza material es profunda y visible: debido a la corrupción, al crimen y a la violencia, a los abusos y a la altísima tasa de mortalidad (sobre todo infantil) por la falta de atención médica básica”. El verdadero desafío, por tanto, no es solo caminar con estos hermanos, sino ayudarles a hacerlo juntos. Para ellos, el cansancio de ir y la alegría de llegar les resultan familiares, pero con demasiada frecuencia, por desgracia, se trata más bien de escapar de rivalidades tribales, conflictos entre clanes, divisiones y temores de venganza.

Se trata de una Iglesia joven, de poco más de 130 años, que “está intentando dar un salto importante: de la primera evangelización a la segunda, en la que el mensaje evangélico entre más profundamente en la cultura, convirtiéndola”. El Papa Francisco, en su viaje apostólico del 7 de septiembre de 2024, habló de “una gran esperanza en el corazón… que da el coraje para emprender proyectos de largo alcance”. Esta es la dimensión que la hermana Anna quiere para estos hermanos “que se realizarán pensando más allá de la vida de subsistencia y experimentando el amor”. No es fácil en “un contexto todavía impregnado de superstición y magia, en el que Dios es visto como el juez que castiga a quien se equivoca, pero sobre todo en una cultura dominada por la sospecha y la desconfianza debido a la violencia sufrida”.

El hecho de ser mujer y blanca –y por tanto a sus ojos inferior, extranjera y enemiga– dificulta a menudo el acercamiento inicial. Sin embargo, “basta con poco para reconocerse como hermanos cuando el otro se siente acogido. Es lo que ocurre con los papúes, que llevan la energía guerrera en la sangre, pero también son almas puras e inocentes, capaces de reconocer el bien gracias al Espíritu que los habita”. La vida de las Hermanas de la Transfiguración fluye sin demasiados planes: entre el repaso de las tablas de multiplicar y una reunión de catecismo, entre el programa de nutrición y la escucha de una madre embarazada víctima de abusos. Aunque en contextos diferentes, cada vez la puerta se abre a alguien que trae consigo una herida y una semilla de esperanza. Esa esperanza, “buabeni”, que se lee “en los rostros de los pequeños y de los más vulnerables, desfigurados por la violencia, que con humildes lágrimas se alzan cuando experimentan ser hijos amados”. La hermana Anna nunca ha conocido a un papuano que no crea en Dios: “Y, sin embargo, he conocido a pocos que traten a sus esposas con respeto o que estén dispuestos a perdonar en lugar de vengarse y arriesgarse a ser excluidos de su tribu”. Pero, por fe, cree que ninguna palabra del Señor “volverá sin haber tenido su fruto”.

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