Hacer florecer el desierto en Chad

  • On 26 de noviembre de 2024

OMPRESS-CHAD (26-11-24) La revista de las Obras Misionales Pontificias en Italia, Popoli e Missione, recoge el testimonio del misionero jesuita Franco Martellozzo. Este jesuita, misionero en África desde hace más de 60 años, lleva implementando “buenas prácticas” en Chad para vencer el hambre, combatir la desertificación y hacer que la tierra fructifique.

La labor que llevan a cabo en la comunidad parroquial de Baro, diócesis de Mongo, y en sus alrededores es fruto de mil iniciativas. El objetivo primordial es vencer el hambre, mientras avanza la desertificación y estas iniciativas son variadas: los “huertos de la mujeres”, han llevado una neta mejoría alimentaria en las familias; se han excavado pozos, que han implicado a los adolescentes recién bautizados; los “pequeños embalses” para acumular el agua de lluvia; la plantación de miles de árboles jóvenes, cada uno confiado a un niño; la construcción de arados para mejorar el rendimiento del terreno, en cuatro talleres de la diócesis, con hierro procedente de camiones abandonados; un sistema de reciclaje de plástico con la ayuda de niños; los 354 “bancos de cereales” para poner fin a la especulación de precios. Todo esto nace de la confianza en el padre Franco, que durante años no tuvo miedo de vivir en una choza para entender y poner en práctica ideas junto con la gente, y a su propio ritmo, colaborando con los musulmanes, y todo para el bien común.

La apuesta por la reforestación, recoge la revista de las Obras Misionales Pontificias italianas, está ligada a la iniciativa “Un árbol por alumno” que permite plantar miles en un año. La finalidad es también educar a los niños en el cuidado de los bienes comunes, a través de técnicas de cultivo de árboles nativos o aptos para esas tierras. Así, a cada niño se le entrega una planta, durante una ceremonia que se lleva a cabo en la iglesia, frente a toda la comunidad, y se le pide que la plante y la cuide. “Este método – explica el padre Martellozzo – ha dado estupendos frutos: las nuevas generaciones son mucho más conscientes y fieles al compromiso de preservar la Creación. No solo eso: la iniciativa de nuestra comunidad también sirvió de ejemplo para los niños musulmanes de los pueblos vecinos que hoy, guiados por las asociaciones locales, hacen lo mismo”. Cada año hay un total de siete a ocho mil árboles plantados por los niños y protegidos por sus cuidados, que sobreviven a pesar de la presencia de camellos y cabras y a pesar de la sequía y el desierto.

Los “huertos de mujeres” supusieron una revolución en la misión de Baro. Sobre todo porque están gestionados por madres, que han encontrado la manera de asegurar la alimentación de su familia. No solo eso: los niños, al ayudar a sus madres en el cultivo, aprenden un oficio que podrán practicar cuando sean mayores. Antes de que esta iniciativa surgiera, muchos padres se veían obligados a viajar al sur del país en busca de trabajo, con la consiguiente división de las familias. Los huertos cultivados con diversas hortalizas y cercados con redes metálicas para protegerlos de los animales, junto con la construcción de algunos pozos que aseguran el agua, también han sido una solución ganadora contra la emigración.

Además de los pozos, recientemente ha comenzado la construcción de “embalses” para retener el agua de lluvia. De hecho, en los últimos tiempos el clima parece haberse vuelto loco también aquí: períodos de sequía se alternan con fuertes lluvias que invaden las tierras áridas. Pero el padre Franco y sus colaboradores pensaron en aprovechar el agua, haciendo realidad la idea de construir pequeñas presas. Equipos de personas transportaron piedras de varios tamaños, disponiéndolas como si fueran muros bajos y macizos. Todo ello sujeto por redes de contención que dificultan el empuje del agua. Un trabajo colectivo que ha llevado a la creación de “muchos pequeños milagros ecológicos producidos por nuestras presas de rocas de granito”, escribe el misionero. Y esto asegura cosechas generosas.

Actualmente, además, existen 354 “bancos de cereales” repartidos por la zona, con un total aproximado de 35 mil socios y que benefician a 350 mil personas. Pero el proyecto continúa expandiéndose. Desde fuera estos “bancos” parecen cofres de ladrillo, sin grietas ni puntos vulnerables. Se trata de luchar no contra los ladrones sino contra roedores e insectos voraces. Suele ocurrir que los agricultores vendan parte de sus cereales en el momento de la cosecha para tener algo de dinero para otras necesidades. Sin embargo, si todos venden al mismo tiempo, los precios caen y los comerciantes que compran almacenan los productos y luego los revenden más caros cuando las reservas de los agricultores se agotan. Así, quienes no tienen dinero para alimentarse venden el arado o el ganado, entrando en un círculo vicioso de deuda. Una solución que rompa con esta forma de esclavitud es un almacén que atesore la reserva de cereales, a la que las familias pueden recurrir en tiempos de escasez. ¿Cómo? A un agricultor se le presta uno o más sacos de grano que encuentra en el banco, con la promesa de devolver la misma cantidad, más una pequeña parte, cuando recoja la nueva cosecha de la siguiente temporada. Y así del primer “banco de cereales” nacieron muchos otros.

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