El último misionero de Tokio
- On 20 de febrero de 2023
OMPRESS-ROMA (20-02-23) Giovanni Battista Sidoti, sacerdote diocesano, nacido en Palermo en 1667, fue el último misionero de Edo, actual Tokio, donde murió mártir en noviembre de 1714. Una figura poco conocida pero que muestra la valentía de los muchos misioneros que llegaron a Japón con riesgo de su vida. El padre Mario Torcivia, también sacerdote de la Iglesia de Palermo, postulador de la Causa de canonización del mártir siciliano y autor del libro “Don Giovanni Battista Sidoti. Missionario e Martire in Giappone”, ha sido entrevistado por SIR, la agencia de noticias de la Conferencia Episcopal Italiana.
“Firmeza en el anuncio del Evangelio, certeza de la posibilidad de diálogo en todas partes y, en todo caso, rechazo de la idea de la religión como fuente de guerra o de enemistad’, según el padre Mario, son los rasgos distintivos del carácter del mártir siciliano, rasgos que describen su espíritu y su actualidad, animándonos hoy, como creyentes, a defender y a dar testimonio de las razones de nuestra fe. A pesar de tener una brillante carrera eclesiástica, Sidoti maduró su vocación misionera precisamente en los círculos de la Curia papal en Roma. “La noticia de las persecuciones y martirios de fieles y misioneros en Japón y de la abjuración de algunos de ellos suscitó en él”, explica don Mario, “la urgencia de dar testimonio que el Evangelio puede ser anunciado incluso a costa de la propia vida”.
Partió así para el País del Sol Naciente, a pesar de que eran los años del Sakoku, el período de cierre total del país. “Para los que se profesaba cristiano o se atrevía a proclamar el Evangelio”, señala el postulador, “estaba prevista la pena de muerte”. Sidoti se mantiene firme en su vocación a la misión en Japón, quiere encontrarse con el emperador y en julio de 1702 emprende el larguísimo viaje desde Civitavecchia. Se embarca con de la delegación encabezada por el patriarca de Antioquía Carlo Tommaso Maillard de Tournon con destino a China. Aquel barco lo llevaría hasta Manila donde, habiendo llegado en 1704, permaneció de mala gana durante 4 años, aprendiendo japonés de los exiliados japoneses que allí residían, dedicándose a obras de evangelización y caridad e incluso planificando el primer seminario de la capital de Filipinas, a la luz del dictado conciliar tridentino.
Finalmente entre el 10 y el 11 de octubre de 1708 desembarca en solitario en la isla de Yakushima, la más meridional del archipiélago japonés, con un barco construido para él por benefactores filipinos. Aunque vestido como un samurái, es inmediatamente identificado, interrogado, trasladado a Nagasaki y finalmente llevado a Edo y encerrado en Kirishitan Yashiki, la prisión cristiana. Entre diciembre de 1709 y enero de 1710, Arai Hakuseki, importante asesor del Shogun e influyente y polifacético intelectual neoconfuciano, lo sometió a cuatro interrogatorios que inesperadamente se transformaron en un diálogo entre dos representantes de culturas lejanas, impensable en aquel momento histórico de cierre de Japón.
El misionero responde pacientemente preguntas sobre Occidente que van desde la geografía, la política, los sistemas de gobierno, la religión y la vida. Todo esto serán los temas centrales de una obra en tres volúmenes de Arai Hakuseki, el “Seiyō Kibun”, (Noticias de Occidente), que, como explica el padre Torcivia, constituye también la fuente principal sobre la presencia de Sidoti en Japón. De estos textos se desprende cuánto estima el interrogador al misionero de Palermo por su cultura enciclopédica.
La condena a muerte de Sidoti se debió al bautismo impartido a Chosuke y Haru, un anciano y una anciana que servían en la prisión, convertidos por su testimonio de fe durante su encarcelamiento. Los dos ancianos no dudaron en confesar a las autoridades que se habían hecho cristianos y por eso los bajaron con el misionero a tres fosas cercanas y los dejaron morir de hambre. “El anuncio oficial en abril de 2016 de que los restos humanos encontrados en julio de 2014 en el área de Kirishitan Yashiki pertenecían con certeza a Sidoti y a los dos sirvientes allanó el camino para el inicio del proceso de canonización”.
Ante su interrogador, el misionero respondió a la acusación del inquisidor de que la Iglesia y la religión son la causa de la guerra y la enemistad: “Las injusticias contra otras naciones no se atribuyen a la religión de los agresores, sino solo a los propios agresores”.