Día Mundial del Refugiado: Los misioneros refugiados
- On 20 de junio de 2018
“Tenemos que estar donde están nuestros feligreses” Isaac Martín, misionero comboniano que se ha hecho refugiado con los refugiados de Sudán del Sur. Testimonio misionero para el Día Mundial de los Refugiados.
Sudán del Sur es el país más joven del mundo, pero también uno de los más inestables. Miles de personas tienen que huir como refugiados a los países vecinos a causa de la guerra, la violencia y el hambre. Los misioneros, que comparten su vida, los acompañan. “Si somos pastores, tenemos que ir con nuestro rebaño”, explica Isaac Martín, uno de ellos. “Nuestra presencia allí les muestra que la Iglesia no les ha abandonado”.
Isaac Martín se ofreció para ir a Sudán del Sur como misionero comboniano en 1969. Quién le iba a decir cuando empezó a sentir la vocación que a sus 81 años se haría refugiado con los refugiados, y buscaría de entre los campos a sus feligreses. Desde entonces, excepto algunos años en España, ha entregado su vida en Sudán del Sur, donde se ha jugado la vida en varias ocasiones para llevar el Evangelio en un sitio donde nadie quiere estar. En los últimos años, su misión se ha desarrollado en Lomin, donde los combonianos tenían un colegio grande “Parecía que a la zona de Lomin la guerra no iba a llegar. Pero finalmente llegó. Atacaron todos los pueblos de alrededor, por lo que en enero de 2016 la gente del pueblo empezó a huir hacia Uganda, a unos 40 km”, explica este comboniano. Cuando los soldados mataron a diez personas, entre ellas un catequista, la situación se volvió peor. “El 6 de febrero todos habían huido. Nadie se había matriculado en el colegio, ni estaban los profesores”. Solo quedaban los misioneros en ese pueblo desierto. ¿Qué hacer? “Si somos pastores, tenemos que ir con nuestro rebaño”. Así que, ni corto ni perezoso, a sus 81 años, este misionero, junto con sus compañeros de comunidad, preparó las cosas y se fue a Uganda, a buscar a su gente. Poco después, la guerra arrasó toda la misión de Lomin, solo se ha salvado el edificio de la Iglesia.
Ya en Uganda, los misioneros se pusieron a buscar entre los campos de refugiados a su gente, para poder continuar con su misión. En la zona hay tres campos de 200.000 personas. Pero en el país, los refugiados suman más de un millón. En el terreno de una parroquia de Uganda, están intentado montar una escuela, donde poder ofrecer educación a los refugiados. Es muy difícil, porque no tienen nada: ni libros, ni cuadernos… Además, han montado seis capillas debajo de los árboles. “Tenemos que estar donde están nuestros feligreses”.
Con 81 años, (“juventud acumulada” prefiere llamarle él) Isaac Martín tiene claro que para que en un futuro Sudán del Sur pueda tener paz, es necesario trabajar en el acompañamiento espiritual de las personas, para que se pueda dar el perdón y se puedan superar todos los traumas que han vivido. “Si no conseguimos esto, aunque llegue la paz algún día al país, y puedan regresar a sus casas, todos tendrán deseos de venganza, lo que podría ocasionar un genocidio”. Muchas mujeres han sido violadas, otros han visto cómo han matado a sus padres y hermanos. ¿Cómo se puede ayudar a estas personas heridas? “Predicando a Cristo, que nos regala la posibilidad de amar al enemigo, y de no cultivar el odio y el rencor. Estamos aquí para reconciliar, la lucha lo destruye todo”. Y es que, el futuro del país pasa por la creación de una nueva sociedad, por la formación de ciudadanos, sea cual sea la tribu a la que se pertenezca. “Cristo nos enseña que todos formamos parte de una misma familia, que todos somos hijos de Dios”.
“Nuestra presencia en los campos es un signo para ellos de que la Iglesia no les ha abandonado, y eso les hace sentirse seguros. Hemos ido con ellos, compartimos su experiencia”. ¿Cómo consiguen llegar a todos? “Hay que ser creativos”, explica el misionero comboniano. Son cuatro en comunidad, y al ser extranjeros no pueden dormir en los campos, se han comprado un terreno al lado para poder trabajar de una forma más inmediata. Además, cuentan con la ayuda de los catequistas nativos, padres de familia que viven en los campos, y que les ayudan. “Gracias a ellos la Iglesia puede llegar a todos los rincones. Les hemos comprado unas bicicletas para que se recorran los campos, visiten a los enfermos, les lleven comida y medicinas, e incluso que los lleven a los puestos médicos”.
“Yo les pediría a los jóvenes que recen por nosotros, y que se atrevan a dar la vida. No se trata de entregar unos meses, la relación con Cristo crea un modo nuevo de vivir. La fuerza viene de Dios”, concluye.
Paula Rivas
Revista Supergesto marzo-abril 2018