Sigamos el ejemplo de los misioneros, ejército de esperanza en un mundo que parece sentirse perdido
- On 15 de octubre de 2024
OMPRESS-LUGO (15-10-24) La Iglesia de Santiago A Nova de Lugo acogía ayer a última hora de la tarde el Pregón del Domund de este año en esta diócesis gallega a cargo de Olga Louzao, ex concejal del Ayuntamiento de Lugo, que recordó que tuvo el “privilegio” cuando era niña de salir el día del Domund con la hucha a solicitar donativos. Con una Iglesia llena y con la presencia del señor obispo de Lugo, Mons. Alfonso Carrasco, su pregón fue un canto de gratitud y alabanza a los misioneros. Previamente la colaboradora del Domund y catequista en la Parroquia de San Francisco Javier, Ángela Capón, fue la encargada de explicar la campaña del Domund y presentar el acto, como uno de los hitos principales de esta campaña. Tras una hermosa actuación del coro parroquial de San Francisco Javier, Olga Louzao pronunció su pregón.
“Ilustrísimo Sr. Obispo, autoridades, amigas y amigos. En primer lugar, y con su permiso, me gustaría agradecer a las personas que pensaron en mí para ser la pregonera del Domund 2024, y que confiaron en que estaría a la altura de esta enorme responsabilidad. De forma especial al padre Jesús, que ha sido mi contacto directo. Y digo agradecida, no sólo por estar hoy aquí, que también, sino por haberme permitido ser partícipe de uno de los actos de la Iglesia marcado por una profunda solidaridad y entrega, sobre todo, en los tiempos que nos tocan vivir.
Muchos de ustedes se preguntarán por qué yo, y no duden que yo también he esperado esa respuesta. Quiero pensar que mi paso por la vida pública ha sido un mérito para este honor, porque también, al igual que los misioneros, con las grandes diferencias que nos separan, los que nos dedicamos a la actividad política decidimos un día poner nuestro tiempo y trabajo al servicio de los demás, intentando con ello mejorar sus condiciones de vida. Al menos esa ha sido mi intención. Y si eso ha influido a que hoy pueda estar aquí, ante ustedes, no hay duda de que ha merecido mucho la pena, más de lo que pensaba.
Pero lo que seguro no saben es que mi primer contacto con el Domund se remonta a hace ya unas cuantas décadas. Estudié EGB en Colegio Divino Maestro, y fui una de esas niñas que con 11, 12 años, tenía el privilegio de salir el día del Domund con la hucha, pidiendo donativos. Uno de esos buenos recuerdos que una guarda de la infancia. Seguramente en aquel momento no era muy consciente de qué significaba lo que estábamos haciendo o qué repercusión tenía, a pesar de lo que nos explicaban o contaban en el colegio, pero, para nosotras era un orgullo poder participar con aquella pregunta de ‘¿Nos da una ayuda para el Domund?’ y poder poner la pegatina a quien colaboraba. Ya han pasado muchos años de aquello y poder preparara este pregón, y participar en las conferencias de los misioneros que acudieron a Lugo a contar sus experiencias, me ha permitido actualizar esos recuerdos y sobre todo, conocer el gran trabajo que realizan y la importancia que tiene todo lo recaudado para que todos sus proyectos se puedan llevar a cabo. Sin esa ayuda, muchos de ellos se quedarían en meras ideas o sin finalizar.
Un pregón es un acto de alegría, de celebración, de anuncio, pero también, para mí, en este caso, es la oportunidad de poder poner en valor y de contarles esas importantes e imprescindibles funciones de los más de 9.000 misioneros repartidos por todo el mundo en los más mil territorios. Personas como nosotros que un día deciden que su papel en el mundo es otro y ponen su vida al servicio de los demás, a miles de quilómetros de su casa y en territorios con unas condiciones sociales, económicas y habitacionales muy complicadas, con idiomas incluso distintos, y ello en nombre de Dios. Personas como nosotros, sí, pero ya les digo que escuchando los testimonios de estos días del padre Antonio, y del padre Roberto, una comprueba lo pequeña que se siente ante tal acto de amor y de entrega. Y eso marca la gran diferencia.
Vivimos en una sociedad individualista, en la que apenas parece que tenemos tiempo ni para los nuestros; consumista, en la que nuestra felicidad se mide por las cosas materiales que poseemos o que aspiramos a tener. Una sociedad repleta de reproches, de señalamientos, de mentiras e, incluso, violenta, en la que la paz a la que nos habíamos acostumbrado empieza a resquebrajarse. Un mundo convulso, con cambios y dificultades enormes, pero en el que parece que lo que pasa lejos de nosotros no nos afecta. Y me atrevería a decir que hasta cobarde, en la que preferimos esconder nuestras opiniones y creencias tratando de pasar desapercibidos, salvo que el anonimato nos acompañe. Y resulta sorprendente que cuanto mejor comunicados estamos, cuanta más información disponemos, cuantas más comodidades disfrutamos, sea el momento en que nos sintamos más solos o incluso, decepcionados, lo que deja en evidencia que todo eso no nos hace más felices.
Por ello, ¿cómo no destacar a los misioneros y su labor en el mundo que conocemos? Escuchaba a Roberto la semana pasada, misionero indonesio que ahora está en España o al padre Antonio, que durante años estuvo en República Dominicana, contar sus vivencias personales y los proyectos con los que habían colaborado y lo que habían conseguido en territorios sin apenas recursos económicos en los que la pobreza es una de sus características principales, además de muchas otras complejidades, dejando atrás, seguramente una vida confortable, con la única intención de ayudar a los demás. Y ellos decían que la fuerza para afrontar esas situaciones, en ocasiones, tan difíciles, se la daba su fe y su creencia en Dios, reconociendo que lo que recibían en esos lugares y de las personas con las que compartían su vida era muchísimo más de lo que ellos les podían dar. Personas que ponen su vida al servicio de los demás, a veces, poniéndola incluso en peligro, sin esperar nada a cambio, lejos de su familia, de sus amigos, de su zona de confort. Personas buenas, solidarias y valientes. No tienen miedo ante las dificultades que se les pueden presentar ni a reconocer que lo hacen en nombre de Dios y en representación de la Iglesia. Ellos son la esperanza de que un mundo mejor es posible y para ellos va hoy toda mi gratitud y mi alabanza. Por ellos merece la pena, como dice el lema de este año del Domund, ir e invitar al banquete, porque sin nuestra ayuda, sin nuestros donativos y aportaciones no podrán seguir llevando a cabo su trabajo ni podremos sentirnos parte, de alguna forma, de ese intento de hacer un mundo mejor para todos.
Soy una persona creyente; mis padres me educaron y trataron de inculcarme los valores que enseña y representa la fe cristiana y ese quiero que también sea parte del legado que le dejo a mi hijo. Ante muchas situaciones que se han ido presentando en mi vida, ellos siempre me repetían, y aún lo hacen, que no me olvide de rezar y de creer, y que trate de ser siempre buena persona. Pero es verdad que yo también soy una de esas personas que vive todo deprisa, sin apenas tiempo, y que, a veces, duda también de sus creencias. Por eso decía al principio que hoy me siento especialmente agradecida por estar aquí, porque tener la oportunidad de conocer de primera mano las historias vitales de los misioneros que han estado en Lugo me ha permitido reencontrarme con mi fe. Si hay alguien capaz de provocar en las personas esa capacidad de entrega, de fortaleza, de amor, y ese alguien es Jesucristo, como no sentirse afortunado de creer en esa fuerza que nos provoca ante las adversidades, esas que tantas veces no hacen dudar de su existencia. Esta es una de las mejores pruebas de su presencia, al menos, para mí.
Y esta, creo que también tiene que ser mi misión en un día de celebración como el de hoy: reconocer su trabajo y su dedicación, permitiendo que el Evangelio y todo lo que nos enseña llegue a lugares tan lejanos y repletos de dificultades. Y no solo eso, sino también todos los proyectos sociales, educativos, sanitarios, medioambientales que ellos llevan a cabo, que no serían posible sin nuestro apoyo. Ellos llevan la esperanza a donde ya no existe. Ellos han puesto su vida a disposición de los demás y no hay prueba de amor más grande. Y, como bien se dice, el amor mueve montañas.
No todos estamos a la altura ni somos capaces de tan grande acto de coraje, generosidad y convicción, pero sí que es posible que podamos ser misioneros en nuestro día a día, como decía el padre Roberto. La lección de vida que nos ofrecen, a todos, a los que creemos y a los que no, y también a los que nos invaden las dudas, nos tiene que servir para que, en nuestro pequeño rincón, sigamos intentando dejarlo mejor de lo que lo encontramos. Hagamos esa nuestra misión e seamos el vivo ejemplo de todos aquellos misioneros que son un ejército de esperanza en un mundo que parece sentirse perdido.
Feliz Día del Domund a todos”.