Pregón del Domund 2018 – Cristina López Schlichting

Pregón del Domund 2018 – Cristina López Schlichting

Pregón del Domund 2018 – Cristina López Schlichting

  • On 11 de octubre de 2018

“El Domund cambia el mundo, yo lo he visto”

Cristina López Schlichting – Pregón Domund 2018

 

Excmo. y Rvdmo. Sr. Obispo Auxiliar de Valladolid, D. Luis Javier Argüello García; Sr. Subdirector Nacional de las Obras Misionales Pontificias, D. José María Calderón Castro; autoridades; misioneros presentes; señoras y señores:

In memoriam

Me gustaría que este Domund 2018 se inaugurase en nombre de Anastasio Gil. La joya de la corona de las Obras Misionales Pontificias son los 12.000 misioneros españoles repartidos por el mundo, pero no menor importancia tienen sus amigos y benefactores. Anastasio ha dado todas sus energías por los misioneros. El Director Nacional de las OMP, que acaba de morir, tuvo mil funciones organizativas, pero hizo dos cosas excepcionalmente. La primera, venerar con un respeto absoluto cada céntimo que entraba para las misiones, ahorrando hasta la extenuación. Y, segunda, darnos sin tregua la lata a los periodistas para hacer visibles a los misioneros en los medios.

En estos días en que recordábamos su figura, he contado que cada año sonaba el teléfono o entraba un whatsapp de Anastasio: “—Cristina… —Dime, Anastasio. —El artículo…”; y yo me ponía a ello, porque no admitía discusión. Unas veces rememoraba mi educación con las hermanas mercedarias de la Caridad y nuestras aventuras de niñas que salían a postular por las calles de la ciudad (no se pueden imaginar lo emocionante que puede ser para una cría asumir semejante responsabilidad; cómo te “faja” la respuesta imprevisible de los transeúntes, cómo te ayuda a tomar conciencia de que no estás sola en el globo, que hay otros que necesitan tu ayuda). Otras veces rememoraba misioneros concretos, que he conocido a lo largo de mi vida. O me preguntaba sobre las razones profundas que llevan a una persona cómodamente criada en Occidente a dejar casa y familia y marcharse para siempre a los confines del mundo.

Para mí, el Domund estará ya siempre unido a la memoria de ese cura enjuto y alegre, tenaz como la gota malaya, que se llamó Anastasio Gil. Y tengo para mí que, en este primer año que nos falta y en que ha cogido los trastos de matar José María Calderón, se está sonriendo pícaramente en el cielo, porque en esta ocasión no solo me ha sacado un artículo o una entrevista en la radio, sino que me tiene aquí, de pregonera del Domund. No sé cómo te las arreglas, Anastasio, que ni difunto paras.

 

Misioneros y periodistas

Pocos gremios tan familiarizados con los misioneros como el de los periodistas; en particular, los reporteros que hemos hecho información internacional. Para nosotros es habitual toparnos con ellos en los cuatro puntos cardinales y muy especialmente donde hay noticias. Podría trazar un mapamundi poniendo sobre cada país del globo el rostro de un misionero. En la guerra civil de Albania conocí a la franciscana Caterina; en Argel, a las agustinas misioneras; en Calcuta, a las misioneras de la Caridad… Da igual la gravedad del suceso o las extremas condiciones de vida: donde ya no queda un organismo internacional, cuando han huido hasta las ONGs, siempre hay un misionero. Son un anclaje con el terreno y una fuente de noticias indispensable.

Cuando comencé a trabajar en la prensa, con 22 años, los misioneros españoles eran 25.000; hoy ya solo quedan 12.000. Habría que reflexionar sobre ello. Fue en los años 90 cuando más me topé con ellos sobre el terreno y suscitaron mi curiosidad. Buen ejemplo fue mi amistad con el burgalés Ignacio García Alonso. Yo planeaba realizar un reportaje sobre los tuaregs y, con muchas dificultades en la línea, llamé al centro de formación profesional que los hermanos de La Salle tienen en Niamey, la capital de Níger. “—Brrr, bip, brmmm, bip, bip, bip. —Oiga, ¿está Ignacio García? —Soy yo, ¿en qué puedo ayudarte? —Hola, mire, es que me gustaría ir a Níger para hacer un reportaje y necesito hablar con alguien que lleve un tiempo por allí. —Yo llevo un tiempo. —¿Cuánto, conoce la zona? —Unos treinta años (un cooperante considera que dos, cinco años en un sitio son bastantes; esta gente cuenta las estancias por décadas). —Yo quería ir al norte, hacia territorio tuareg. ¿Es peligroso? —¡Oh, no, no, ya no! Se sube acompañando a los convoyes militares y la vida ya no peligra como antes. —Pero ¿hay ataques? —Bueno, pero como mucho te quitan el jeep (insisto, son gente especial). —Hermano, ¿qué me dice del clima? —Ahora es muy bueno. —¿Qué temperatura tienen? —Ahora solo 45 o 46 grados (empecé a sudar)”.

Nunca llegué a realizar aquel viaje, pero, asombrada por el optimismo imbatible de aquel hombre, comí con él cuando visitó España. Setas, creo recordar. Los momentos importantes de la vida dejan extrañas improntas en la memoria: una luz determinada, una inflexión de voz, un ingrediente de la comida. Ignacio era un hombre de metro setenta, de 55 años, muy delgado, sencillo, divertido. Era el menor de nueve hermanos y de niño había sido monaguillo en su pueblo, Pedrosa del Río Urgel. Cuando tenía 13 años, un religioso de La Salle habló en su escuela y pidió vocaciones. Él levantó la mano. “No sé por qué lo hice —me confesó—, es un misterio. Luego, con el tiempo, fui desbrozando la llamada —desbrozando, qué bonita palabra— y eligiéndola día a día, porque esto es día a día, ¿sabe? Como el matrimonio”. Tenía una forma natural y campesina de exponer las cosas.

Ocho años más tarde, metida ya en las lides de la radio en COPE, un titular me golpeó el alma: “Asesinado a machetazos un misionero burgalés en Burkina Faso”. No quería creerlo y, además —me agarré a un clavo ardiendo—, no era el mismo país. Comprobé los datos; el nombre coincidía, Ignacio García Alonso. La letra pequeña explicaba que se había trasladado de Níger a Burkina Faso, que estaba dirigiendo una escuela de formación laboral y un plan de formación agrícola para jóvenes. Era él. Ignacio había tenido que expulsar a un chico que había robado varias veces en la escuela. Se sospechaba que alguien del entorno del menor se había vengado. También se precisaba que el cuerpo estaba desfigurado, y el cráneo, destruido. Me vinieron a la memoria las palabras que me había dicho: “Yo estoy donde Cristo me pide que esté. Con sus fuerzas, claro, porque, si no, me resultaría imposible”. Le había preguntado por qué no regresaba a casa: “Sigo una llamada —me contestó—, no una idea ni un código moral. Cristo es una persona viva y mantengo una relación con Él. Es mi respuesta personal a una llamada personal. Y no la cambiaría por nada”. Enterraron a mi amigo Ignacio en un cementerio de los hermanos de las Escuelas Cristianas en África. Cada vez que escribo del Domund, se me agolpan los recuerdos y las preguntas.

 

Cambian el mundo

Aunque casi todos nosotros llevamos una existencia burguesa, no resulta imposible imaginar que un joven apasionado se sume a un partido, con ánimo de mejorar las cosas, o se enrole en determinada causa, sobre todo si además estimula su narcisismo, sus ganas de viajar e incluso su bolsillo. Casi todos conocemos a gente así. Sin embargo, es totalmente distinto que alguien entregue la vida entera gratis, en completo anonimato, por amor. Tengo una amiga mallorquina, una joven misionera de 42 años que ahora está en el Congo. Se llama Victoria Braquehais y pertenece a la congregación Pureza de María. Es interesante comprobar que se expresa como Ignacio García Alonso. Ella también se refiere a la “llamada de Jesús”. “Mi casa —me escribe— no es mi país, mi casa es el mundo. Todo ser humano es mi hermano”. A Victoria esta vida parece garantizarle una gran frescura, una capacidad renovada de escucha. “La clave —dice— es vivir como una novia desposada con el asombro”.

A menudo me manda pequeñas biografías o fotos: niños que se debaten entre la vida y la muerte tras un parto prematuro, críos que vuelven de las minas de oro. “Ayer vino —escribe en su última nota— un niño nuevo, se llama Espoir. Su padre es policía (aquí les pagan muy mal, nada, o salarios bajísimos que no dan para nada). Huyeron de la guerra en la provincia de Kasai. Los rebeldes quemaron su escuela, atacaron sus casas. Huyeron con lo puesto. Estuve mucho rato con Espoir y su padre. Luego les enseñé el cole. Les encantó. La cara de Espoir iba cambiando… Al principio no miraba, tenía la cabeza baja… Se fue sonriendo y feliz. ¡Espoir está deseando empezar! Me dijo: «¡Yo puedo venir ya, tengo mi nuevo uniforme!». Tiene una mirada muy limpia. Y una presencia muy serena. Transmite paz. Está deseando aprender. Espoir («Esperanza»)…, ¡qué nombre tan bonito!”. Miren, yo no sé por qué está Victoria en el Congo, pero sí sé que a mí me gustaría que la maestra tuviese una mirada así sobre mi persona. ¡Me impulsaría como un cohete!

Trabajando día a día en la sombra, en su nuevo hogar que es el mundo, estos misioneros cambian lo que les rodea. Hasta extremos difícilmente calculables. Recuerdo haber visitado Nicaragua con motivo del terremoto de Honduras, por el desastre del volcán Casitas. El lodo desplazado por el volcán había cubierto granjas, cortijos, apriscos y arrollado todo a su paso, con enorme mortandad. Me alojaba en Managua, porque en la zona afectada no había quedado una casa en pie. Cada equipo de prensa había contratado un chófer experto, capaz de conducir por caminos imposibles, que nos recogía en el hotel cada mañana y nos desplazaba cientos de kilómetros. La puntualidad no es una de las virtudes de los nicaragüenses y aquellos hombres parecían rivalizar en llegar cada cual más tarde. Como el trayecto era largo, se perdían muchas horas de trabajo. Americanos y británicos se desesperaban.

El único que llegaba a su hora, en punto como un reloj, era el hombre que me ayudaba a mí. Me contó que era huérfano de padre y madre y que había sido recogido en una parroquia por un misionero agustino español. “Nos enseñó a ser hombres y amar nuestro trabajo —me dijo—, y nos explicó que un trabajo bien hecho empieza por la puntualidad. Él hizo de mí lo que soy, me sacó de la calle y nunca lo olvidaré”. Para una periodista española, tan alejada de casa, con tanto dolor y muerte alrededor, la memoria de aquel religioso español que pervivía en Nicaragua resultaba conmovedora. Los judíos dicen que “quien salva una vida salva el mundo entero”. Creo que tienen razón.

El misionero afirma la dignidad de la persona, toda persona, independientemente de su color, su nacionalidad o su fe. Me acuerdo en este punto de Teresa de Calcuta, que instaba a los hindúes a ser mejores hindúes, a los musulmanes a seguir mejor al Profeta, a los budistas a ser perfectos budistas. También decía: “Podéis llamarlo como queráis. Yo lo llamo Jesús”. Ella percibía con claridad la nostalgia que alberga el corazón de cada uno de nosotros. Por la Madre Teresa rezaron en su funeral —que tuve el honor de cubrir— hindúes, musulmanes, sijs o zoroastrianos, y no porque ella relativizase su catolicismo, sino porque respetaba y alentaba a las personas desde el núcleo mismo de su identidad, desde el respeto a sus respectivas creencias.

 

¿Es posible vivir así?

Tal vez mi amigo Ignacio García Alonso no muriese asesinado. A lo mejor…, tal vez es que le pidieron la vida por África, y la dio, libremente. Me he topado con esta experiencia en Argelia, por ejemplo, donde el fundamentalismo islámico asesinó, entre 1994 y 1996, a 19 religiosos y religiosas que —atención— decidieron conscientemente quedarse allí cuando arreciaron los ataques del GIA (Grupo Islámico Armado). No querían dejar solos a los argelinos.

Como todas las religiosas de la congregación de las hermanas agustinas misioneras, Caridad Álvarez y Esther Paniagua hicieron un discernimiento comunitario. Así lo cuenta María Jesús Rodríguez, entonces provincial: “Fui testigo de una experiencia de fe única, en la que cada hermana se fue expresando. No eran ilusas, ni ajenas a la situación de violencia que se vivía. Pero cada una de ellas fue diciendo que se quedaba en Argel”. La tarde del 23 de octubre de 1994, Cari y Esther cayeron acribilladas en la calle por sendos disparos de un joven islamista. Formaron parte de un grupo de personas que van a ser beatificadas por la masacre de Argelia, entre ellas el obispo de Orán, Pierre Claverie, y los monjes trapenses franceses de Tibhirine, secuestrados en su monasterio de Santa María del Atlas, sobre los que después se rodaría la película De dioses y hombres.

Ellos también habían decidido libre e individualmente quedarse. Habían desarrollado una profunda amistad con los habitantes del pueblo y un foro de diálogo islámico-cristiano llamado Ribat es Salam (“Vínculo de Paz”), que desafiaba la simplificación que del islam hacía el fundamentalismo. Buscaba en el islam una parte del rostro de Cristo. Pocos textos más hermosos que el testamento espiritual que dejó el prior trapense, Christian de Chergé:

“Si me sucediera un día —y ese día podría ser hoy— ser víctima del terrorismo […], yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba entregada a Dios y a este país. Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista: «¡Que diga ahora lo que piensa de esto!». Pero han de saber que por fin será colmada mi más punzante curiosidad. Entonces podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre para contemplar con Él a sus hijos del islam tal como Él los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo, frutos de su Pasión, inundados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios, que parece haberla querido enteramente para este gozo, contra y a pesar de todo. En este gracias en el que está todo dicho, definitivamente, sobre mi vida, os incluyo, por supuesto, a los amigos de ayer y hoy, y a vosotros, los amigos de aquí, con mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los vuestros, ¡el ciento por uno, como fue prometido!

Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero este gracias, y este «a-dios» en cuyo rostro te contemplo”.

A continuación viene el párrafo más asombroso, a mi juicio: “Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. Amén. Insha’allah («así sea, si Dios quiere»).
Tibhirine, 1 de enero de 1994”.

Este hombre no solo perdona, es que aspira a reencontrarse en la felicidad eterna con el hombre que le quitó la vida. ¿Hay mayor caridad?

Queridos amigos, celebremos el Domund y promovámoslo con esta conciencia. Los misioneros no son gente ingenua, pobres palurdos de épocas pasadas. Tampoco son filántropos, u hombres y mujeres que luchan simplemente por la justicia universal (cosa que también hacen). No, el suyo es un testimonio revolucionario de la verdad profunda que es la de todos. Son seres humanos que van hasta el fondo de sí mismos y regresan con una mirada enamorada que les hace reconocer, con una profundidad abismal, la dignidad de los otros. Entregan todo porque reciben todo. Existen para restablecer la estatura del ser humano. También la nuestra. El Domund cambia el mundo, yo lo he visto. Que nos cambie en 2018 a nosotros.

Gracias.

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